Alves, el antiguo albañil reconvertido en escritor se atusó la perilla con cansada desidia mientras intentaba dar con su nuevo personaje. Se encontraba de pie, quieto, mirando a través de la ventana de su estudio. Ésta daba a un patio interior hosco y desvencijado, el patio que había sido la patria chica donde habían brotado, mágica, instantáneamente, los personajes que habían poblado sus dos novelas anteriores, escritas allí.
Permaneció en esa postura unos minutos, y luego cerró los ojos, para aliviar la creciente tensión que sentía en ellos. Ese fue tal vez el intervalo que necesitó Almodóvar para comenzar su ascenso desde el mugriento suelo del patio hasta la tercera planta, donde Alves le esperaba, aún sin saber que se trataba de él.
El director se elevó encaramado en una densa voluta de humo de pipa, con unas oscuras gafas presidiendo su redonda cara, y, posándose decididamente en el alféizar de la ventana, le saludó, con aires de suficiencia y encanto a partes iguales:
- Hola. Un poco más y me mato. A ver si hacéis algo con esta casa, que se os va a caer encima el día menos pensado. Disculpa por presentarme así, con gafas de sol en plena noche, pero no soporto ni una partícula de luz. Sufro de fotofobia. Sufro de fotofobia, sufro de fotofobia, tengo la impresión de no decir otra cosa desde este último año.
Alves sonrió, recogió el testigo que le habían tendido tras el cristal, y, apartando la vista del patio, regresó a la blanca luminosidad de la pantalla del ordenador, donde empezó a teclear:
”Almodóvar se levantó de la silla una vez más. El esbozo del personaje no le convencía nada. Necesitaba otra cosa para esa escena del guión inicial escrito a medias con su hermano, que debía estar terminada para el día siguiente por la tarde.
Finalmente se detuvo frente a la ventana del despacho, corrió la cortina y se dedicó unos minutos a contemplar el trabado tráfico, que llenaba casi completamente la calle. Le iba venciendo el sueño, la noche anterior había dormido cuatro horas escasas, y durante un momento se durmió literalmente, allí de pie, frente al cristal.
Un coche, un escarabajo descapotable rojo, aparcó indebidamente justo frente a su portal, y de él vio bajarse a un hombre. Era corpulento y llevaba sombrero de fieltro de ala ancha; parecía llevarlo para afianzar expresamente la impresión de robustez que transmitía. Rostro cuadrado y difuso aspecto de hostilidad. Llevaba perilla, una recortada y gris sobre el anguloso mentón; en cierta forme tenía aspecto de matón.
El hombre miró un momento hacia donde él estaba, y durante ese instante, Almodóvar pensó que sus miradas se habían cruzado. Al momento sin embargo se dio cuenta de que seguramente no, a causa de los destellos de los últimos y oblicuos rayos de la tarde.
Se colocó la mano derecha a modo de visera y observó de nuevo al hombre, que en ese momento se subía al coche. Arrancó y se perdió en el ordenado caos de la ciudad. Él se sentó de nuevo y se concentró en un punto indefinido de la pantalla del ordenador, antes de empezar a escribir”.
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