Eran las seis y veinte de la tarde de un veintiséis de junio. Según sus meticulosos cálculos, le quedaban dos días diecisiete horas y cuarenta minutos. Al abrir el sobre y comprobar que la carta eran las órdenes de Franz, quedarían algunos menos, pero le daría tiempo de todos modos. Las órdenes de Franz eran exactamente lo que ella haría entre ese momento y el momento de estallar la bomba.
En el fondo era todo ridículamente fácil, ya que su responsabilidad era transportar un paquete hasta una estación de tren, en París. En tres líneas su participación había quedado diseñada por un cerebro que jamás había visto, pero al que veneraba igualmente, como si fuera el paladín de un nuevo mundo.
En forma de publicidad de una empresa de cursos a distancia, periódicamente, a lo largo de los últimos tres años, la información llegaba, y era ejecutada inexorablemente, sin resquicio de duda. Ninguno de sus hermanos sospechaba nada, más allá de la extrañeza por la insistencia de las cartas, siempre sin respuesta. Se metió la carta en el bolsillo y descolgó el teléfono, para enviar una señal sin voz a un número de contacto.
Corrió todas las cortinas, en un procedimiento poco común, que no tenía nada que ver con el protocolo de seguridad; era más bien una forma velada de dar carpetazo a algo, de dejar saldada una antigua querella secreta con su familia, con ella misma en su familia, con su pasado de todas maneras.
No sintió alivio alguno al terminar de hacerlo; al contrario, más bien una aguda sensación de que esa salida era una salida en falso, tal vez solo un camino que le apartaba del camino principal, por donde ya había transitado durante tanto tiempo, sin resultado alguno, y que ahora, al evitarlo de una forma drástica, seguramente irreversible, quedaba como flotando en el aire, provocando en su animo ese sabor a algo que se ha dejado irremediablemente antes de tiempo, una batalla perdida sin haber puesto en juego todas las armas.
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