En lugar de entrar en el cine, que era su plan inicial, Julián pasó de largo de la taquilla, giró sobre sí mismo y volvió a enfilar la calle lateral por la que había llegado, desandando sus pasos, para regresar a la Gran Vía.
No tenía ni idea de lo que iba a hacer en las horas siguientes, pero le gustó la sensación repentina de sorpresa que así, sin más, se había regalado a sí mismo. Al llegar a la esquina de lo que fue el Carlton se paró, para observar si su ánimo y el de la ciudad podrían llegar juntos a alguna parte, aquella tarde.
Tráfico tumultuoso, cómo no.
Edificios tan bellos como el primer día que los vio, treinta años atrás. Su conjunto componía una reconfortante mezcla de cercanía y suntuosidad.
Gente: racimos, filas caóticas, figuras sueltas.
Miradas. Miradas como modo de representación fugaz en el alargado escenario de la calle, que parecía haber sido creada a tal efecto. La Gran Vía no era solo una calle, pensó, mientras orientaba sus pasos hacia Plaza de España. Se trataba de la condensación de lo significaba vivir en Madrid.
Volvió a observar los rostros de los transeúntes con los que se cruzaba. Vio gestos sabiamente incorporados por décadas de urbanita socialización. La sensación general que le provocaban los transeúntes que observaba era cambiante, como un variopinto fluido.
Pensó en la idea de sentirse perdido. Se había sentido así, y hasta hace no demasiado. Mucho y durante mucho tiempo.
Ahora ya no; o al menos no del modo devastador que le había obligado a separarse de Estela. Al final no había encontrado su sitio ideal: lo que durante casi toda su vida había considerado El Lugar. En cierta forma un delirio, una alucinación. Ahora se sentía mejor: al menos había conseguido uno, el suyo. Uno donde había personas, y no solo fantasmas.
Llegó a la Plaza de España. Caminó atravesándola en dirección sur. Antes de abandonarla con el templo de Debod ya a la vista, observó de refilón la estatua de Don Quijote, de quien en cierta época se había sentido acompañado, inútilmente.
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