- David, entonces, ya está decidido lo de Nantes, ¿no? – Carmen se deshizo impostadamente del sentimiento de que en realidad le importaba un bledo si su hermano se mudaba o no al extranjero. Esperó un instante un gesto que significara que iba a producirse una respuesta, pero David pugnaba antes que nada con una al parecer rebelde cola de pescado.
Helen, su cuñada, sentada justo frente de ella, habló en su lugar:
- No va a ser Nantes, al final nos vamos a París. Alejandro le ha prometido a tu hermano el cargo de supervisor del área central. ¿No os lo había dicho. Deivid, hijo, cuenta las cosas…
Carmen sonrió a la buena disposición de Helen, así como a sus finas manos, revoloteando graciosamente sobre el mantel de organdí, seña de identidad de las fiestas de Navidad en su familia. Un noble pedazo del imperio británico ante ella, de rostro fino, vestido sabiamente elegido y exquisitas maneras: la chica de Glasgow que había agilipollado a su hermano, un tío de una pieza en otro tiempo.
Eran cinco a la mesa, pero sus padres, como siempre, jugaban tan a conciencia el papel de anfitriones perfectos, aterrorizados en realidad de quedar mal ante la eterna invitada que eran solo dos bustos provistos de palas. Miró a su madre y ésta, al saberse observada, se dio por aludida:
- El año pasado creo que me quedó mejor. Este año, no sé, no está tan jugoso - buscó en una rápida batida miradas de apoyo a los demás pero todos pasaron por alto el comentario.
lunes, 19 de diciembre de 2011
jueves, 15 de diciembre de 2011
paso en falso
Eran las seis y veinte de la tarde de un veintiséis de junio. Según sus meticulosos cálculos, le quedaban dos días diecisiete horas y cuarenta minutos. Al abrir el sobre y comprobar que la carta eran las órdenes de Franz, quedarían algunos menos, pero le daría tiempo de todos modos. Las órdenes de Franz eran exactamente lo que ella haría entre ese momento y el momento de estallar la bomba.
En el fondo era todo ridículamente fácil, ya que su responsabilidad era transportar un paquete hasta una estación de tren, en París. En tres líneas su participación había quedado diseñada por un cerebro que jamás había visto, pero al que veneraba igualmente, como si fuera el paladín de un nuevo mundo.
En forma de publicidad de una empresa de cursos a distancia, periódicamente, a lo largo de los últimos tres años, la información llegaba, y era ejecutada inexorablemente, sin resquicio de duda. Ninguno de sus hermanos sospechaba nada, más allá de la extrañeza por la insistencia de las cartas, siempre sin respuesta. Se metió la carta en el bolsillo y descolgó el teléfono, para enviar una señal sin voz a un número de contacto.
Corrió todas las cortinas, en un procedimiento poco común, que no tenía nada que ver con el protocolo de seguridad; era más bien una forma velada de dar carpetazo a algo, de dejar saldada una antigua querella secreta con su familia, con ella misma en su familia, con su pasado de todas maneras.
No sintió alivio alguno al terminar de hacerlo; al contrario, más bien una aguda sensación de que esa salida era una salida en falso, tal vez solo un camino que le apartaba del camino principal, por donde ya había transitado durante tanto tiempo, sin resultado alguno, y que ahora, al evitarlo de una forma drástica, seguramente irreversible, quedaba como flotando en el aire, provocando en su animo ese sabor a algo que se ha dejado irremediablemente antes de tiempo, una batalla perdida sin haber puesto en juego todas las armas.
En el fondo era todo ridículamente fácil, ya que su responsabilidad era transportar un paquete hasta una estación de tren, en París. En tres líneas su participación había quedado diseñada por un cerebro que jamás había visto, pero al que veneraba igualmente, como si fuera el paladín de un nuevo mundo.
En forma de publicidad de una empresa de cursos a distancia, periódicamente, a lo largo de los últimos tres años, la información llegaba, y era ejecutada inexorablemente, sin resquicio de duda. Ninguno de sus hermanos sospechaba nada, más allá de la extrañeza por la insistencia de las cartas, siempre sin respuesta. Se metió la carta en el bolsillo y descolgó el teléfono, para enviar una señal sin voz a un número de contacto.
Corrió todas las cortinas, en un procedimiento poco común, que no tenía nada que ver con el protocolo de seguridad; era más bien una forma velada de dar carpetazo a algo, de dejar saldada una antigua querella secreta con su familia, con ella misma en su familia, con su pasado de todas maneras.
No sintió alivio alguno al terminar de hacerlo; al contrario, más bien una aguda sensación de que esa salida era una salida en falso, tal vez solo un camino que le apartaba del camino principal, por donde ya había transitado durante tanto tiempo, sin resultado alguno, y que ahora, al evitarlo de una forma drástica, seguramente irreversible, quedaba como flotando en el aire, provocando en su animo ese sabor a algo que se ha dejado irremediablemente antes de tiempo, una batalla perdida sin haber puesto en juego todas las armas.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Encerrona
La fría superficie le despertó y dio un respingo al verse desnudo y suspendido en un espacio desconocido. Observó la estructura que le contenía y pensó que debería esperar a despertarse para que aquello dejara de ocurrir, aunque supo al momento que ese pensamiento era solo un modo de escapar al pánico.
¿Cuánto podría medir el cubo de cristal donde se encontraba?, ¿y porqué no había mas que una masa blanquecina, (niebla, ¿que podía ser sino?) más allá del habitáculo, en el mismo lugar donde, hasta hacía poco, estaba su casa, su mujer, su diana electrónica recién comprada?
La sólida y transparente construcción no tenía abertura alguna; la había inspeccionado, palpando con la mano abierta, centímetro a centímetro; era una única pieza, sin fijaciones ni soldaduras. Se imaginó que esperando simplemente tendría lugar algo, por parte de alguien, en algún sitio.
Pensó en Gregorio Samsa y en José Luis López Vázquez en La cabina. Se dejó llevar por la sensación de que quizá el escritor que había imaginado en otro tiempo que llegaría a ser se encontraría al final existiendo, y que estaría en ese momento moviendo los hilos de su existencia encerrada, cómodamente arrellanado en su asiento frente al ordenador, encaprichándose de su incierto destino.
¿Cuánto podría medir el cubo de cristal donde se encontraba?, ¿y porqué no había mas que una masa blanquecina, (niebla, ¿que podía ser sino?) más allá del habitáculo, en el mismo lugar donde, hasta hacía poco, estaba su casa, su mujer, su diana electrónica recién comprada?
La sólida y transparente construcción no tenía abertura alguna; la había inspeccionado, palpando con la mano abierta, centímetro a centímetro; era una única pieza, sin fijaciones ni soldaduras. Se imaginó que esperando simplemente tendría lugar algo, por parte de alguien, en algún sitio.
Pensó en Gregorio Samsa y en José Luis López Vázquez en La cabina. Se dejó llevar por la sensación de que quizá el escritor que había imaginado en otro tiempo que llegaría a ser se encontraría al final existiendo, y que estaría en ese momento moviendo los hilos de su existencia encerrada, cómodamente arrellanado en su asiento frente al ordenador, encaprichándose de su incierto destino.
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