martes, 26 de abril de 2011

La historia de Philippe

Philippe intuyó que alguien lo miraba y alzó la cabeza. La secretaria de su jefe estaba al otro lado del cristal de su despacho con cara de impaciencia. Él le hizo un gesto que indicaba que no podía colgar y continuó hablando.
—¡Qué no, tío, qué no! La decisión está tomada y no me voy a arrepentir. Ya te lo dije el lunes; he conseguido convencer a Marina de que el cambio nos vendrá bien a todos. Ella dejará de estar tan absorbida por su trabajo y por ese jefe que la llama a todas horas, y yo haré lo que siempre quise. Si hasta los niños están entusiasmados.
Y era verdad. Cuando François le había llamado hacía más de dos semanas para decirle que estaba a punto de inaugurar un centro de turismo rural y proponiéndole que fuera el responsable de la actividad de senderismo, casi había saltado de la silla. De hecho, ese mismo día, había ido Ciclos Otero y se había gastado la mitad de la última paga extra para comprarse una B-Pro Dual, la mejor bicicleta que había tenido nunca. Una virguería de aluminio que pensaba utilizar a todas horas una vez que llegara a Bélgica. Había sido después, al ver la cara de estupor de su mujer mientras se lo contaba, cuando se había dado cuenta de que las cosas podían no salir como él esperaba.
Había sido una ardua negociación.
Marina llevaba años lamentándose de las horas que trabajaba y de que nunca aparecía una oportunidad para poder cambiar de trabajo, pero ahora no hacía más que encontrar pegas al proyecto; que si no era el momento adecuado, que si los niños no se iban a adaptar, que si el piso estaba a medio pagar, que si... Si hasta le había dicho que iba a ser muy duro estar lejos de la familia ¡Ella que era hija única y sus padres habían muerto hacía años!
Philippe no entendía a qué venían todos aquellos reparos. Tal y como él lo veía, el asunto era sencillo: Marina podía negociar teletrabajar durante la primera temporada y, después, ya se vería; lo del piso era mucho más fácil, no lo venderían hasta más adelante, una vez que se aseguraran de que el negocio de François tenía el éxito esperado. Mientras tanto, no tendrían ni que buscarse alojamiento, vivirían en plena naturaleza, en una de las cabañas del propio centro.
Pero, a pesar de estos argumentos, ella no parecía terminar de convencerse. Así que Philippe decidió cambiar de estrategia y se centró en los niños.
Las cosas salieron mucho mejor de lo que imaginaba.
Desde el principio, a Javier le entusiasmó la idea de vivir a menos de una hora de sus primos, tíos y abuelos. Hasta ahora se había tenido que conformar con verlos un par de veces al año: una durante las vacaciones de verano, cuando se juntaban todos en la Asturias natal de los padres de Philippe, y la otra cuando volaban hasta Bruselas para celebrar las navidades. Blanca también se comportó tal y como su condición de adolescente le dictaba: se negó a marcharse de Madrid y a abandonar a sus amigas. Pero la fidelidad le duró poco tiempo. La sola mención de que podría estar en contacto con ellas mediante internet y la sugerencia del éxito que una chica como ella tendría entre los chicos belgas bastaron para que cambiara de opinión y se volviera la más entusiasta de todos.
A partir de entonces, todo fue sobre ruedas. Los niños finalizaron la labor que Philippe había dejado a medias y presionaron a Marina. Y ésta no había tenido más remedio que claudicar.
Philippe levantó la cabeza justo a tiempo para ver aparecer de nuevo a la secretaria de Santiago.
—Oye, François, tengo que dejarte. Mi jefe me espera en su despacho y es la segunda vez que manda a buscarme. Este fin de semana te llamo y terminamos la conversación —le corto.
• • •
Philippe atravesó la puerta de las oficinas que la Fundación Caja Madrid tenía al lado de la Plaza de las Descalzas seguido por Pablo, su compañero de trabajo, y comenzó a andar calle arriba, de regreso a la oficina. Acababan de librarse de uno de los mayores marrones en los que su jefe les había metido en los últimos tiempos. A la persona con quién estaban citados le habían pasado una nota urgente y la reunión se había cancelado.
—¡Espera! —exclamó Pablo—. Se me está ocurriendo que hace años que no me acerco a…  ¿Por qué no le echamos un poco de cara y nos quitamos la mala leche con un chocolate y unos churros en San Ginés?
A Philippe se le iluminó la cara. Miró el reloj de su muñeca. Eran las doce de la mañana.
—¿Y a qué estamos esperando? —dijo, dándose la vuelta y cambiando de dirección.
Hacía mucho tiempo que Philippe no subía el callejón hasta San Ginés, desde que empezó a salir con Marina y las noches de los sábados se volvieron menos noctámbulas. Arrimadas contar la pared, casi llegando a la chocolatería, vio una fila de motos aparcadas y recordó que en poco más de un mes su único medio de locomoción sería su nueva bicicleta. Diría adiós a los humos de los coches, al tráfico, a los semáforos y a la polución.
La chocolatería estaba igual que siempre, renovada, pero con la misma sensación de llevar allí toda la vida. Un par de señoras de edad avanzada, bien vestidas y muy repeinadas, ocupaban una de las mesas del fondo. El resto de los asientos estaban vacíos —la hora de los desayunos ya parecía haber pasado—, pero ellos se acomodaron en la barra. Tuvieron que esperar un rato antes de que el camarero les atendiera. El hombre estaba pendiente de un par de operarios que intentaban arreglar una de las neveras. Uno de ellos manejaba las herramientas mientras que el otro, un subsahariano, oscuro como el betún, le pasaba los útiles al tiempo que observaba en silencio todos los movimientos del técnico.
—Cuéntame de qué va eso del centro de turismo rural y cómo has decidido embarcarte en ese tinglado —comentó Pablo.
Philippe comenzó a hablar. Descubrió entonces que su compañero de trabajo estaba muy interesado en su futuro proyecto, que en realidad le tenía envidia ya que a él también le gustaría embarcarse en algo como aquello y dejar un trabajo tan sedentario y tan poco gratificante. Se quedó perplejo ante el pesimismo de Pablo. No era que se conocieran demasiado, pero como siempre le había visto alegre, creía que era una persona que nunca se dejaba llevar por el desaliento.
Philippe hizo una chanza para quitar hierro a la conversación y Pablo la correspondió con una  carcajada. El operario de color levantó la cabeza, los miró con interés y esbozó una ligera sonrisa. Philippe supuso que había escuchado parte de la conversación. Volvió la cabeza hacia las mujeres de la mesa del fondo. Ellas también los observaban interesadas. Hasta un hombre que estaba a la puerta de la chocolatería se volvió para ver quién era el que se reía de aquella manera. Le resultó una cara conocida.
—Sí, más vale que me ayudes —continuaba Pablo, ahora ya más animado— porque me iba a resultar un poco difícil llevar a cabo tan loable faena. Ya Quevedo decía “El pobre presume de ser río sin tener agua”
—Mira por dónde, no te conocía yo esta faceta de poeta —rió Philippe francamente sorprendido—. Y ahora en serio, si yo puedo ayudarte en algo, sólo tienes que decírmelo.
Pablo contestó, pero Philippe no le escuchaba. Había vuelto al hombre de la puerta. Acababa de recordar quién era. El jefe de Marina. Lo había visto una vez. Marina lo había acompañado en una ocasión a una reunión a Valladolid y, a la vuelta, la dejó en la puerta de casa. Philippe volvía del parque con los niños cuando los encontró despidiéndose.
¿Qué hacía aquel pavo allí? Se suponía que toda la empresa estaba reunida desde el día anterior en una casa en medio del campo. Jornadas de Dinámica de Trabajo Cooperativo lo había llamado Marina, “Ejercicios Espirituales” era el nombre que le daba Philippe a aquella estupidez de obligar cada año a los empleados a convivir durante cuarenta y ocho horas seguidas y a aguantar las charlas de unos consultores externos que intentan convencerte de que seas más pro-activo. Aunque, al parecer, Marina estaba empezando a cogerle gusto porque aquella era la primera vez que no se quejaba de tener que hacerlo.
Philippe volvió a Pablo por un instante e hizo un gesto para indicar que le estaba atendiendo, pero sus ojos regresaron al hombre de la puerta. Estaba con alguien, con alguien a quien no podía ver. Era una mujer. Él tiraba de ella insistiéndole para que entrara y ella se resistía. Jugaban. Las risas de ambos se alzaron por encima de los murmullos de los operarios de la nevera y de la voz de Pablo. Eran risas cómplices, risas de enamorados, risas de amantes. Se preguntó quién sería. Sólo alcanzaba a ver la manga de su abrigo, que aparecía y desaparecía de su vista en función de quién era el que tiraba más fuerte. Pero al final ganó el jefe y la mujer se precipitó entre sus brazos. Philippe pudo ver con toda claridad a la persona que lo acompañaba, a la persona que estrechaba y que lo besaba con pasión. La conocía, conocía su vestido, sus zapatos, el abrigo color canela que llevaba puesto y debajo del cuál aquel hombre introducía las manos y exploraba su cuerpo. Él mismo le había ayudado a elegirlo el invierno anterior. Conocía el tono de su risa y la intensidad de su enfado. Conocía la curva de sus caderas y el tamaño de sus pechos. Conocía sus patas de gallo y sus canas escondidas. La conocía perfectamente; dormía todas las noches en el lado derecho de su cama.
—Philippe, ¿me estás escuchando? ¿Philippe?
—¿Perdón?
—Te decía que si podías hablar con tu amigo el francés para recomendarme.
Hizo un gran esfuerzo para que simular que no había sucedido nada, que no había visto nada.
—No sé si podré —respondió escueto.
Nada más dar la respuesta, sus ojos volaron de nuevo al exterior, pero “ellos” ya habían desaparecido, y él se quedó en medio de una confusión. Por un momento, deseó que todo hubiera sido una visión, una maldita visión.
Pablo seguía hablando.
—Seguro que sí, igual en un futuro necesitan más de dos profes —decía.
—Venga, acábate el chocolate —añadió Philippe con rudeza—. Se está haciendo tarde.
Se estaba comportando como un auténtico capullo, pero no pudo evitarlo. Su compañero lo miró confundido y estuvo a punto de responder, pero decidió callarse. Terminaron el chocolate en silencio. El plato de Pablo estaba vacío mientras que en el de Philippe, los churros permanecían intactos.
Ni se había acordado de la cuenta cuando Pablo ya había sacado un billete de veinte y lo había depositado sobre la barra. Volvió a hablar tan pronto como el camarero regresó con el platillo de la vuelta.
—No creo que aparezca ya hoy por la oficina. ¿Puedes cubrirme con Santiago y decirle que me encontraba mal y que me he ido a casa?
• • •
Cuando Pablo salió, él se quedó allí, apoyado en la barra y mirando al exterior, deseando que “ellos” regresaran, que regresaran para poder comprobar que aquella mujer no era Marina.
En el umbral, se recortaban de vez en cuando una o varias figuras; unas salían, otras entraban, pero ninguna eran ellos. Así vio marcharse a las ancianas de la mesa del fondo y a los técnicos de la nevera, y vio entrar a un matrimonio de mediana edad, que saludó efusivamente al camarero, a dos chicas que bajaron directamente al cuarto de baño y a un par de hombres, que se sentaron en la misma mesa que habían ocupado las ancianas y que tenían toda la pinta de tener un negocio entre manos. Fue en estos en los únicos en los que Philippe se fijó. Uno de ellos se parecía al… al jefe de Marina. Era alto y bien plantado, joven. Con el pelo engominado y un traje que le sentaba como un guante tenía todo el aspecto de ser un triunfador. No como él, con su chaqueta de pana marrón de hacía ya tres temporadas y que no cambiaba por más que Marina le insistiera que había que sustituirla.
Marina. ¿Cómo le había hecho eso? Cada vez que se decía que no podía ser, en su mente aparecía algo que le confirmaba que sí lo era. Los, últimamente demasiado frecuentes, viajes de trabajo; las animadas conversaciones detrás de la puerta cerrada de la habitación; las largas jornadas de trabajo; y la nula vida privada —hacía más de tres semanas que no hacían el amor— le parecieron ahora referencias claras de lo que había estado sucediendo ante sus narices.
¿Cómo había sido tan imbécil que no se había dado cuenta de nada? Entendió su negativa inicial a marcharse a Bélgica. La decisión no era sólo cambiar de domicilio. Era… era otra cosa. Era una elección de vida: abandonarle a él o a su amante.
Pero lo había escogido a él. Porque lo había hecho, ¿o no? Habían sido los niños los que al final la habían convencido para cambiarse de país, no él. ¿Había decidido quedarse con él o con sus hijos?
—¿Desea tomar algo más?
Uno de los camareros —ahora eran tres ¿cuándo habían llegado los otros dos?— lo miraba impaciente.
Philippe notó que estaba rodeado de gente. El sitio se había llenado sin que se diera cuenta. Miró el reloj. Más de las dos.
—No, gracias —contestó y se apresuró a dirigirse a la salida.
En lo alto, lucía el sol, sin embargo, los rayos no alcanzaban el callejón. Philippe se subió el cuello de la chaqueta, metió las manos en los bolsillos y comenzó a descender la calle. Cuando llegó a la esquina de la librería, se detuvo. Una marea humana transitaba por la calle peatonal. ¿Hacia dónde tiraba? Necesitaba estar solo, necesitaba pensar, necesitaba agotar cada uno de sus músculos. Una fatigosa sesión por la Casa de Campo le pareció de lo más adecuada. Recordó entonces que, como todos los días, había llevado la bicicleta a la oficina. En su casa guardaba la otra, la nueva, la que llevaría a Bélgica, la que iba a estrenar el primer día de su nueva vida. Podía estrenarla. No, la guardaría para entonces, tal y como había planeado. Además, si no pasaba a recoger la otra, desaparecería. Manuel, el guarda del parking en el que los directivos de la empresa dejaban sus coches, le permitía atarla en una tubería junto a su caseta, pero dejarla allí todo el fin de semana era exponerse a que se la robaran. Pero tendría que esperar para acercarse a buscarla, no quería arriesgarse a encontrarse con nadie de la empresa. Pablo ya habría contado que estaba enfermo, tal y como le había pedido que hiciera.
Se mezcló entre los viandantes y comenzó a andar en dirección a la Plaza de Ópera.
• • •
Eran más de las tres y media cuando cruzó el puente de Segovia y enfiló el paseo del río. Antes de la sesión maratoniana, se acercaría hasta casa para cambiarse de ropa. No quería permanecer en ella ni un segundo más de lo imprescindible. Menos mal que no tenía que preocuparse de Javier y de Blanca. Laura y Felipe habían sido tan amables que se habían ofrecido para tenerlos en su casa, junto a sus hijos, el día en el que los profesores se tomaban libre. Su intención de machacarse el cuerpo con una buena paliza en los cerros de la Casa de Campo se había reforzado desde que salió de San Ginés. El ejercicio y el aire libre le ayudarían a pensar en cómo encarar la llegada de Marina aquella noche. El momento le aterraba.
—¿¡Pero qué…!?
Un galgo, falco y medio pulgoso, se cruzó ante él y estuvo a punto de hacerle caer. El perro pareció amedrentarse con el grito y regresó junto a un hombre, que se encontraba a un lado del camino y que trataba de solucionar un problema con su vieja bicicleta.
—¿Es tuyo? —le preguntó Philippe irritado.
—No, no es mío, pero yo lo alimento.
—Pues podías tener más cuidado. Casi me tira al suelo —añadió con tono seco.
El hombre se levantó con un gesto de disculpa ante el accidente que el animal había estado a punto de provocar. Philippe se dio cuenta entonces de que no era tan mayor como le había parecido en un principio. De hecho, su mirada reflejaba una candidez impropia de un adulto. Pero aquel no era su único rasgo especial. Desde luego no parecía una persona corriente. No había más que observarle unos segundos para darse cuenta de ello. Tenía el ojo izquierdo más cerrado que el derecho, una nariz enorme y la cara llena de cicatrices. Philippe notó su dificultar para caminar al ponerse en pie. “Soy un capullo malnacido”, se dijo cuando la compasión remplazó al enojo. Se bajó de la bicicleta y la apoyó en el tronco de uno de los pinos del paseo.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó acercándose a él.
—Son los dientes del piñón; están demasiado gastados y ya no aguantan la cadena —explicó el desconocido mientras introducía los dedos entre los eslabones y tiraba de ellos.
—Igual si echas un poco de aceite, resulta más fácil encajarla.
—Lo haría si tuviera.
—Espera.
Philippe regresó a la bicicleta y rebuscó en uno de los zurrones. Allí estaba. Nunca lo había utilizado, pero siempre lo llevaba consigo. Aceite especial para bicicletas. Un saludo a su espalda lo hizo volverse. Mariola y Andrés, unos conocidos de parque y paseo, y sus niñas, se acercaron a saludarle. Se entretuvo unos minutos charlando con ellos. Cuando los vio alejarse, dio gracias al cielo porque no le hubieran preguntado por Marina.
Otro ladrido del perro lo hizo centrarse en la labor que había dejado abandonada. Se acercó al hombre y a su bici y echó unas gotas de grasa a lo largo de toda la cadena y en los piñones.
—Prueba ahora. De todas maneras, deberías cambiarla.
El hombre lanzó una mirada a la bicicleta de Philipe. A éste le pareció atisbar el brillo de una esperanza en ella.
—Sí, eso espero. A lo mejor antes de lo que pensaba —murmuró antes de volver a la cadena.
Ésta no tardó en quedar encajada en el lugar que le correspondía.
—Muchas gracias —dijo mientras se limpiaba las manos en un pañuelo de tela que había sacado del bolsillo del pantalón—, y siento lo del perro.
Philippe se montó en su bicicleta y encajó el pie derecho en el pedal.
—Nada, no te preocupes —dijo antes de arrancar.
No tardó unos segundos en perderse entre el resto de paseantes, patinadores y ciclistas.
• • •
A pesar de su prisa por llegar a su casa, cuando se dio cuenta, ya se había pasado la salida y pasaba por detrás del Vicente Calderón. Alcanzó la valla que separaba la zona del parque que todavía no habían rehabilitado y regresó. Decidió salir por el puente de San Isidro. Subir por Pontones le costó mucho más de lo esperado, como un novato cualquiera. Podía haber cogido otra salida, una que no requiriera mayor esfuerzo, pero concentrarse en la tortura de las piernas hacía que el otro suplicio se diluyera en parte. No, no era dolor lo que había sentido después de ver a Marina; era otra cosa, ¿desengaño? ¿rabia? ¿sorpresa? ¿vergüenza? Era como si aquella imagen sólo hubiera confirmado algo que en el fondo ya sabía. Su matrimonio, después de los años, se había convertido en un viejo trapo deshilachado.
—Pero… ¡qué diablos!
Philippe no pudo pensar más. Un dolor profundo se extendió por sus costillas. Escuchó el chirrido de unos hierros raspándose contra el cemento.
Conteniendo el dolor, Philippe se puso en pie y dio un paso en dirección a la bicicleta, que se había estrellado contra un banco de la calle. Pero los lamentos de la mujer que estaba en el suelo, y a la que acababa de atropellar a la puerta del supermercado, lo obligaron a atender a la desconocida y a olvidarse del resto.
—Perdóneme, no sé en qué estaba pensando para no verla —se disculpó mientras la socorría.
Lo sabía, claro que lo sabía. Pensaba en “aquello”, en Marina, en que no hacía ni cuatro horas que la había visto tocando a otro, besándose con otro. A ella, a Marina, a su mujer.
Otro hombre acudió en su ayuda. Al parecer, la mujer y él se conocían. Mejor dicho, había algo entre ellos. Al principio, por cómo él la trataba y cómo ella lo miraba, Philippe pensó que sería su marido, pero pronto quedó claro que el marido era otro. Y no se encontraba allí.
La mujer se había hecho daño. Se quejaba bastante en cuanto ponía el pie derecho en el suelo. Y a Philippe no le quedó más remedio que atar la bicicleta magullada —después tendría que comprobar los daños— y ofrecerse a acompañarla hasta el Centro de Salud de Pirámides, muy cerca de dónde se encontraban. Con un poco de suerte, les atendían rápido y le daba tiempo a volver de la Casa de Campo antes de que oscureciera.
A las seis de la tarde, ya había dicho adiós a su sesión de ejercicio. Seguían a la puerta del médico de cabecera al que les habían remitido para que atendiera a Toñi —así se llamaba la señora a la que se había llevado por delante en la acera del Supercor—. La Casa de Campo tendría que esperar a mejor ocasión. Lo más gracioso de todo era que después de acompañarla y esperar durante más de hora y media junto a ella y junto a Miguel, le habían mandado para casa. Bueno, había sido Toñi la que, de un modo muy sutil, había dejado caer que no hacía falta que se quedara por más tiempo. Con que Miguel la acompañara era suficiente. “Tendrás cosas más importantes”, le había sugerido. A Philippe no se le había escapado la suavidad con la que había pronunciado la palabra Miguel, como tampoco la adoración que asomaba a sus ojos y la sonrisa que aparecía en su boca cada vez que se dirigía a él.
Así que Philippe se quitó de en medio.
• • •
A pesar de las luces de emergencia, el garaje estaba oscuro. Cada poco tiempo, tenía que dar unos pasos y pulsar el interruptor para encender los fluorescentes que había repartidos por el techo. Llevaba allí más de una hora y no había conseguido nada. Delante de él, la bicicleta estaba boca arriba, apoyada en el suelo sobre el sillín y el manillar.  El manillar había quedado torcido con el golpe y no conseguía enderezarlo. También el cuadro había sufrido daños: estaba completamente rozado; la rueda trasera se había combado y el cambio casi rozaba los radios. A su alrededor, había desplegado un montón de herramientas, que había sacado de un par de cajas con la esperanza de que sus conocimientos y la fuerza bruta fueran suficiente para solucionar los problemas de la bicicleta.
Pensó en Toñi y en Miguel, en cómo se miraban y en sí ya se habrían marchado a casa. Intentó acallar una punzada de envidia pegando tres fuertes golpes a la rueda con la llave inglesa. No surtió efecto, pero al menos le sirvió para desahogarse.
Había preferido trabajar allí en vez de en casa. Tenía espacio suficiente. El coche no estaba, se lo había llevado Marina el día anterior cuando se suponía que se iba a pasar dos días a Villanueva de la Cañada, cuando se suponía que se iba a trabajar y no a acostarse con su jefe. Philippe se irguió. Le dolía el costado, en el lugar en el que se había clavado el manillar cuando se cayó. Le dolían las costillas, las costillas… y el alma.
El teléfono comenzó a sonar. ¿Le temblaba la mano cuando lo sacó del bolsillo trasero de su viejo pantalón vaquero? Soltó un suspiro. No era ella sino Felipe. Seguramente le llamaba para que pasara a recoger a los niños. Se recompuso un instante y contestó.
—Felipe, hombre, ¿ya te has hartado de mis hijos?
—¡No, que va! Te llamo precisamente para decirte que los chicos han decidido quedarse a dormir esta noche.
—Pero, si no tienen pijama ni nada.
—No te preocupes por eso, ya se pondrán algo de Belén y Óscar.
—Bueno, pues si no os dan mucho la lata, por mí no hay inconveniente —contestó con cierta renuencia.
—Lo dices como si no te gustara la idea. Míralo por el lado bueno, así Marina y tú podréis tener una noche loca.
Philippe balbució un gracias y se despidió. Cuando Felipe colgó, se quedó mirando al móvil. Un segundo después, la bicicleta se estampaba contra el número 37 pintado de amarillo en la pared.
• • •
Se había quedado dormido con el mando en la mano. ¿Qué hora sería? Las persianas de la sala aún estaban abiertas y la escasa luz de las farolas que entraba en ella le permitió ver la esfera de su reloj. Las cinco y media de la mañana. Tenía la boca pastosa. Se levantó del sofá con lentitud y se acercó a la cocina con paso vacilante. Entornó los ojos cuando la luminosidad de la lámpara del techo le hirió. Abrió el grifo y lo dejó correr. Necesitaba algo fresco. Apuró el agua de un trago y lo volvió a llenar. Observó entonces que sobre la encimera de granito había quedado abandonada una copa sucia, una botella de vino medio vacía y un plato con los restos de una ensalada que se había preparado la noche anterior mientras esperaba a Marina.
Marina. ¿Habría vuelto? No que él supiera. No, desde luego mientras él la esperaba. Aún se tomó otro vaso antes de decidirse.
Recorrió el pasillo a oscuras y se asomó a su habitación. En el lado derecho de la cama se apreciaba un bulto.
Philippe se acercó despacio y la rodeó. Cuando confirmó que en efecto era Marina —¿quién si no?—, se sintió mareado. Se sentó en la esquina de la cama y no pudo evitar que un suspiro de alivio se escapara entre sus labios.
• • •
¿Qué hacía allí a las siete de la mañana? ¿Qué se le había perdido en San Ginés a esas horas? Miró a su alrededor y volvió a confirmar la sensación que había tenido cuando entró; la de ser un marciano en medio de una multitud de humanos. El grupo que celebraba una despedida de soltero seguía de pie montando bronca y riéndose a costa del novio, al que habían colocado un sombrero de vaquero y unas pistolas a los costados. En la mesa de al lado, una pareja se comía a besos. El chocolate que tenían delante hacía ya tiempo que había dejado de humear en las tazas. Philippe no tuvo dudas de que su siguiente parada sería la casa de alguno de ellos. El resto de las mesas estaban ocupadas por un par de grupos de tres y cuatro personas que charlaban animadamente, alegres, como si acabaran de levantarse. Aunque su aspecto desaliñado decía con claridad que aquella noche habían cerrado más de un garito. Volvió la vista hacia la puerta cuando entraba un nuevo cliente. Llevaba un casco en una mano, había llegado en moto. Él lo había hecho en bici, en la nueva, la había utilizado a pesar de que se había propuesto no utilizarla hasta que estuviera en Bélgica.
Después de ver a Marina, se había obligado a salir del dormitorio. La tentación de quitarse la ropa y meterse en la cama junto a ella había sido demasiado grande. Y se había marchado. Ya estaba en la puerta cuando vio la bicicleta apoyada en la pared de la entrada. La había cogido y se la había llevado. Total, ya nada importaba, ya nada le parecía igual a como lo veía antes. Y se había dado la paliza que no había podido darse la tarde anterior. Por el borde del río. Vuelta y vuelta, y otra vez, otra, y otra y otra. Y otra más. Después, había acabado en aquel lugar.
Los dos grupos de escandalosos se levantaron al unísono, pero las sillas no se enfriaron demasiado. Pronto volvieron a ocuparse. Un camarero llegó para hacer una nueva ronda. Philippe pidió una de porras y un chocolate. Cuando se alejó bandeja en mano, se dio cuenta de que conocía al tipo que se acababa de sentar en la mesa de al lado.
—Hola, nos vimos ayer, ¿no? —le saludó.
—Sí, te estaba mirando porque no sabía si eras tú.
—¿Qué haces aquí a estas horas? Es demasiado pronto para levantarse.
—Ya no aguantaba más seguir dando vueltas en la cama. He pasado la noche en blanco. ¿No se celebra por ahora?
Philippe esbozó una sonrisa. Aquel tipo tenía la inocencia de un niño.
—Andas despistado, porque fue en septiembre, pero, si te sirve de consuelo, a mí me ha sucedido lo mismo. Sólo que yo ni siquiera me he metido en la cama. Por cierto, ¿conseguiste llegar a casa después del arreglo de ayer?
—Sí, aunque después se volvió a salir mientras subía la cuesta de Pontones.
—Esa bici no te va a durar mucho.
—Pues de momento, no hay más cáscaras.
—¿Te interesa quedarte con la mía?
Philippe pronunció aquellas palabras sin pensar, pero cuando las dijo, sintió como si se liberara del peso que le oprimía desde hacía casi veinticuatro horas.
—Pues es que ahora no la puedo pagar, a lo mejor el mes que viene…
El hombre era cauto. Pero Philippe había tomado una decisión.
—Ven fuera para que la puedas ver bien —le animó.
—Pero…
Philippe desoyó la respuesta y se levantó. Decidido, se encaminó hacia la puerta. El hombre, a pesar de su reparo inicial, lo siguió a la calle.
—Es chulísima, pero ya te digo: “la paciencia es la madre de la ciencia”.
Philippe pasó la mano por el tubo superior del cuadro por última vez y volvió a mirar al hombre.
—Si la quieres, es tuya —le ofreció otra vez—. Yo ya no la necesito.
—¿Seguro? Puedo pagártela, pero más adelante.
—Te estoy diciendo que te la lleves. No hace falta que me pagues nada. Súbete, anda, súbete y llévatela.
Philippe lo vio partir. La bicicleta, desde luego, era una maravilla, la mejor que había tenido nunca. Pero, tal y como le había dicho a aquel desconocido, no la necesitaría en los próximos meses. Se subió la cremallera del forro polar, metió las manos en los bolsillos y comenzó a bajar la calle. Ni se enteró cuando se cruzó con una mujer con aspecto de haberse caído de un cartel de una película de serie B.
En la Cuesta de la Vega, recordó el chocolate y la ración de porras que había pedido y no se había tomado. “Ya lo hará otro”, se dijo sin detenerse. Él desayunaría en casa.

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