La chica pone el plato delante de mí y cierro los ojos en cuanto se da la vuelta. Encuentro los cubiertos sin problema. Pincho el tenedor en el centro del plato y noto cómo se hunde en una de las rodajas. Corto con el cuchillo y me lo llevo a la boca. No acierto del todo y la berenjena me roza el labio superior. Corrijo la trayectoria.
Con la lengua, siento las barbas del rebozado. Comienzo a masticar sin dejar de dar vueltas al bocado. Me tropiezo con mi propia lengua. Está por todas partes, como si hubiera crecido en los últimos segundos. Me concentro en la comida. Demasiado sosa para mi gusto.
Antes de pinchar de nuevo afianzo los antebrazos sobre el borde de la mesa.
Esta vez, el corte no ha sido tan preciso como el anterior y tengo que tirar para que el trozo se desprenda. Junto al rebozado noto una masa suave. Me agrada el sabor ahumado del queso fundido. Ahora está un poco más sabroso.
En el tercer intento tengo menos éxito. La berenjena se queda en el plato y solo me llega la masa del rebozado. Lo trago deprisa y vuelvo a intentarlo. Esta vez el trozo es demasiado grande. Lo mastico incómoda.
Escucho unas voces acercándose al rincón del restaurante en el que me encuentro. Me da vergüenza que me vean así: con los ojos cerrados, y los abro en ese instante. Sigo comiendo como si no hubiese sucedido nada. Me centro en una de las rodajas y la corto por la mitad. La divido en dos partes perfectas. Acerco un poco de beicon que descubro a un lado del plato y lo coloco encima. Antes de meterlo todo en la boca, me fijo en que se distingue perfectamente el color morado de la piel de la verdura a través de la capa de huevo que la cubre. ¡Um, esto está mucho más sabroso que antes! La conjunción con el beicon compensa la falta de sal.
Una agradable sensación se desliza por mi garganta una y otra vez. Y en un momento me termino el primer plato.
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