jueves, 20 de enero de 2011

Camino equivocado

Ane.

No podía dormir. Faltaban dos horas, tres como mucho, para que los primeros ruidos y luces de la mañana les tocaran el hombro anunciando la llegada del último día de impostura. Y no había pegado ojo en toda la noche. No esperaba hacerlo ya. No antes de que todo hubiera terminado.

Iker empezó a removerse en la cama, en ese ritual inconsciente que precede al despertar, suaves movimientos que parecían ensayar andar o coger cosas aún entre sueños, o tal vez abrazar o besar cuerpos o bocas que debieron haber estado allí la noche anterior, los años anteriores. Cuerpos con alma, besos con sed. Ella le había dado lo que necesitaba él para que la creyera, para que la tomara como su fiel compañera de lucha y de cama.

Los sonidos de la calle eran los familiares sonidos de la hora en que los niños entran al colegio, y fue entonces cuando oyó voces abajo, voces conocidas. Se incorporó sin despertarle, se puso las zapatillas y la bata y se dirigió hacia la puerta, donde, súbitamente, rompió a llorar; siguió llorando aún unos minutos más, sin hacer ruido, mientras apretaba la manilla de la puerta, esperando oir las pisadas en el rellano antes de abrir, para evitar el timbre.

El encuentro con Jorge, el enlace entre el CNI y la Policía, fue breve, las palabras, casi telegráficas. En realidad no había mucho que decir. Todo era estricto protocolo, y no era momento de dejarse llevar más aún por los sentimientos. Acordaron que ella se iría, y que todo se haría sin violencia, sin armar revuelo. Conocía bien a Iker, y sabía que por su lado no se iba a romper esa parte del pacto.

Había cerrado la puerta de la habitación, y en los veinte minutos que tardó en vestirse, en arreglarse y en recoger sus cosas no salió ningún ruido de allí. Imaginó que aún dormía, pero no tuvo valor o fuerzas para comprobarlo.

Estrechándole las dos manos, se despidió de Jorge:

- Bueno, esto es el final. Gracias por todo.- El rostro del agente le devolvía una mirada llena de ternura y de cariño. . –Espero volver a verte pronto, aunque, la verdad, en otra situación, ¿no?
- Podemos quedar para ir juntos a las fiestas de San Fermín.- dijo él-No he olvidado lo que dijiste el año pasado, cuando viste tu primer encierro en mi casa.

Ane asintió, y cerrando los ojos, le abrazó. Dos extraños amores se volatilizaban de un plumazo, en cuestión de segundos, detrás de la puerta que estaba a punto de franquear.
Dos cuestiones pendientes, dos asuntos privados, dos episodios de su vida que dejaba atrás, deseando y temiendo a la vez que fuera para siempre.




Iker.


Todo fue rápido. Más de lo esperado. Comandancia de la Guardia Civil de Bilbao. Primera toma de declaración. Hora y media de espera, y rumbo a Madrid. En total no más de tres horas desde que en lugar de por Ane, se despertara llamado por la voz de un completo desconocido con un tricornio en la cabeza. Sorpresa, indignación, rabia. Sí, una amalgama de todo ello envolviéndole, pero camino ya de Madrid, una profunda y desconocida paz.

¿De dónde llegaba esa paz? .Tal vez de la asunción del remordimiento, tal vez del hartazgo, tal vez solo de un vacío al que sin darse cuenta llamaba así. No se consideraba un radical, sí un abertzale pero no un radical. Había muchos que no dieron el paso más extremistas que él. Pero él era…¿más idealista?, ¿más generoso?. Se consolaba pensando eso de sí mismo. Se lavaba de ese modo, y en cierta forma era así.

El furgón policial no era tan incómodo como podría pensarse. Codo con codo compartía con dos guardias un lateral del banco corrido, negro, levemente acolchado, que cubría el perímetro del vehículo. Enfrente de ellos, nadie. Delante, tras el cristal de seguridad, el conductor, con un acompañante. Desde el ventanuco enrejado a su izquierda, una estrecha línea de cielo azul claro transcurría monótonamente, rota cada cierto tiempo por jirones de nubes, de formas indefinidas. Con la mirada fija en él, recordó la conversación que le convenció para dar el paso, hacía unos tres años, en casa de Jon, su colega de toda la vida. Era una fiesta de cumpleaños.
Jon le había dicho:” Estoy hasta los huevos. Yo la semana que viene me voy de aquí. Ayer me pasaron el contacto por el que tengo que preguntar en Bayona. ¿Por qué no te vienes conmigo ”. Su viejo amigo, necesitándole, llamándole, pidiéndole algo, la misma petición de siempre. El creía en la causa, pero dudaba en ir más allá. A veces Jon y él se sentían héroes. Dejar la vida cómoda, trillada, y embarcarse en una vida real, romántica, de película.. Y habían crecido en un lugar donde el argumento moral, la ética, no llegaba a convertir en víctima a la víctima. Eran, por decir así, daños inevitables, que inflingían a quienes no entendían su sufrimiento de pueblo aplastado.
Aquel día le pilló blando, y le dijo que sí. Una semana después ya estaban en Francia.

Habían llegado a Madrid. Lo supo por un comentario de uno de los guardias. Se sentía cada vez más tranquilo, más resignado a asumir su destino. No pensó en su familia apenas, si acaso en su padre, cuya figura planeaba sobre él con un enorme “ya te lo dije” escrito en la frente. Pensó en Ane, aunque le extrañó no haberlo hecho antes. Si lo hacía debía enfrentarse a lo que significaba que ella no hubiera estado en su cama esa mañana.


Uno de los guardias civiles giró la cabeza hacia él, y le miró de soslayo. No advirtió animadversión en ello. Quizá solo era que necesitaba no sentirla. Necesitaba sobrevivir. Y más ahora, que estaba dándose cuenta de que todo había sido un error. Había fundido amistad e idealismo, y de ello había extraído acción, compromiso, pero, parándose a pensarlo; compromiso hacia ¿Quién?. ¿Hacia el pueblo vasco?¿Quién era el pueblo vasco?. Había sacrificado su vida a una idea, a un ente sin corazón, manos, ni rostro. No merecía la pena. Era demasiado tarde para volver atrás. Pero era el principio de otra cosa, de algo nuevo.



El juez Solano.

Los semáforos siempre le habían parecido artilugios fascinantes. Un invento menospreciado. Atravesó el chofer el último de ellos antes de enfilar la Audiencia Nacional, donde le esperaba un caso de terrorismo. Odiaba esas causas, siempre lo había hecho. Aunque debía estar preparado para cualquier cosa. Los tejemanejes de los de siempre le habían llevado en los últimos años de una sala a otra sin ton ni son. Este mes narcotráfico, y malversación de fondos, el que viene trata de blancas y delitos informáticos. Estaba harto. Dos años más y le esperaba su amor, su libro, su barco…la vida. Y no consideraba que odiara su profesión, ni mucho menos. Pero le habían hecho aborrecerla.

El acusado entró en su despacho, acompañado del funcionario judicial. Le había hecho llamar después de revisar la documentación de la instrucción, que le habían remitido desde Bilbao una semana antes. Una operación a gran escala: 24 detenidos, integrantes de SEGI, la cantera etarra.

Conocía muchas cosas del muchacho que apareció ante él: estudios, costumbres, relaciones, ambiente familiar…pero de la fotografía que acompañaba al expediente dedujo que lo más importante nunca podría encontrarlo allí. Fue lo que le llamó la atención al recibir el legajo, que un terrorista pudiera tener ese aspecto: las finas facciones ovaladas de su rostro, que le daba un aire general de inteligente candidez; la nariz recta, como tendería a pensarse que también debiera ser su carácter; una boca no muy grande, de labios perfilados como por un escultor clásico, que dibujaba una sonrisa tan imprecisa y en cierta forma impostada que a fuerza debía ser resultado de una ingenuidad casi infantil. También los ojos parecían coincidir con ese halo de bondad: de tamaño normal, algo almendrados, muy oscuros sin llegar a ser negros, transmitían sin embargo un chorro de sentido disperso, un escondido ansia de búsqueda cuyo esfuerzo no encontró el camino debido: expresaban al fin y al cabo una pregunta. Era la respuesta lo que él buscaba. Pero era en vano, y lo sabía.

Las dos horas siguientes fueron de todo menos esclarecedoras. Nunca se había intentado poner más de lo necesario en la piel de un acusado, pero en esta ocasión hizo un esfuerzo. Intentó de verdad entenderle, comprender sus motivaciones. Quería que le explicara porqué debía hacer lo que en realidad quería: aplicarle un atenuante, eximirle de algún modo, no incluirle, sobre todo, en el grupo de los txerokis y los txapotes.
Le preguntó a bocajarro, (era un padre enfadado en ese momento):

- Bien, Señor Otamendi, ¿sabe usted dónde se ha metido, verdad?- la voz era potente, férrea, exenta de cualquier atisbo de afecto, y caía sobre Iker Otamendi como armamento sofisticado, directo al corazón.

El silencio que siguió a las palabras hizo temblar ciertos antiguos cimientos en el alma de ambos, por distintos motivos. Se prolongó más de lo debido. Finalmente Iker habló, para ahuyentar la presión del vacío que ocasionaba, sin mirarle a los ojos:

- Sí. Siento mucho todo esto. –Bajó la mirada. El temblor de los hombros delató un sollozo ahogado, lejano, como ocurriendo en el interior de una cueva.

El juez observó dentro de sí con detenimiento lo que le sugería el chico que tenía delante, ahora que le veía enfrentándose con todos los vectores que irremisiblemente le habían llevado hasta él: fuerzas ocultas, naciendo y creciendo dentro de uno por circunstancias bajo las cuales no existe control en absoluto, pero ante las que estamos irremediablemente expuestos, sin poder hacer nada, salvo esperar tener aún el poder suficiente para sobreponernos a su intención: la destrucción de la vida.
Observó y no vio en realidad nada nuevo a lo que había visto antes, en tantos otros, en él mismo. Vio esa eterna lucha, haciéndose y deshaciéndose en el interior de cada uno, convirtiendo en eternos campos de batalla los cuerpos que pueblan el mundo.

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