lunes, 31 de enero de 2011

El producto

No sé porqué me dio por entrar en El Corte Inglés aquella mañana (no soy especialmente aficionado a ir de compras, y menos pudiendo elegir no hacerlo), pero el caso es que aquel día, disponiendo yo de un par de horas libres (un aplazamiento inesperado en la cita con un cliente lo hacía posible), me encontré recorriendo los pasillos de la sección de perfumería masculina, distraídamente, ya que en realidad no necesitaba nada de lo que allí se ofrecía; se trataba solo de pasar el tiempo.
Mi oficina está bastante cerca, era una hora en la no podía coincidir con ningún compañero con el que tomarme algo en el bar de abajo, o simplemente charlar un rato, así que, sin otro propósito me propuse dar un largo paseo por la zona y regresar al trabajo justo a tiempo para la comida que ya tenía programada. Al llegar a las puertas de los grandes almacenes, como digo, sin saber muy bien porqué, entré.
De la sección de perfumería subí a la planta de arriba, que creo que contenía sobre todo electrodomésticos, y allí me demoré algo más, aunque de nuevo sin buscar nada en especial. Enfilé un pasillo que me pareció algo más largo de lo habitual, y que, al final, se ensanchaba en una especie de claro que me dio la impresión podía estar reservado a la exposición de aparatos de gran tamaño.
Continué por él, y fue justo cuando ese espacio más ancho estaba a unos pocos metros de mí cuando reparé con sorpresa en la mancha negra, de sorprendente perfección, que se hallaba ante mí, en el suelo. Me paré en seco. Parecía un círculo exacto, de un metro aproximadamente de diámetro. Si hubiéramos estado a cielo abierto, hubiera pasado por el punto donde, por ejemplo, un helicóptero en prácticas debiera aterrizar. Intrigado, avancé un poco más. La mancha resultó no ser tal, sino posiblemente un vinilo publicitario negro adherido al suelo por alguna curiosa promoción comercial, o tal vez una marca señalizando algún evento que tendría que tener lugar exactamente allí, pero en todo caso su apariencia cobró al acercarme más una extraña cualidad de espesura. Alcé la vista. Apenas había público. Algunos dependientes deambulaban entretenidos en quehaceres que parecían creados para disimular una general inactividad; otros simplemente permanecían quietos, en pie, en estado de relajada espera.
Al volver a mirar al suelo y acercarme hasta el borde del círculo no pude salir de mi asombro: lo que me había parecido una mancha o una señal circular negra en el suelo era en realidad un agujero. Estaba allí, en medio del pasillo de un centro comercial, como si tal cosa, sin un cerco de seguridad, ni indicación alguna. Me fijé con mayor detenimiento en él. Inmediatamente me sorprendió la absoluta oscuridad que llegaba del hueco, como si éste no condujera a lugar alguno, sino a simple más oscuridad.
Alarmado por mi descubrimiento busqué con urgencia un dependiente. A los pocos segundos (posiblemente al advertir mi desconcierto), una señora algo entrada en años, de aspecto forzadamente juvenil, me abordó:
- ¿Puedo ayudarle en algo?- Me miraba sin señal de alarma, pese a convivir en su trabajo con un socavón en el suelo por el que podrían desaparecer cuatro personas como ella.
Le conté lo ocurrido, y, llevado por mi propia excitación, la acompañé casi arrastrándola hasta el hueco, que estaba a solo unos pocos metros de nosotros, a la vuelta del pasillo.
Al llegar allí, sin embargo, su expresión se tornó en decepción:
- Ah, sí, el agujero. Está de muestra. Nos ha llegado esta mañana.- Su respuesta no pudo sonar más natural.- No sabía si estaba dentro de una película de ciencia ficción o dentro de un sueño.
- ¿Cómo que le has ha llegado esta mañana?, ¿Qué les ha llegado esta mañana?, -Temía que me respondiera que el agujero. Sabía a la vez que no había otra respuesta posible.
- Sí, perdone, comprendo su sorpresa. – Su mirada de preocupación significó para mi que un puente se intentaba alzar entre nosotros-
Continuó-
- Es un producto novedoso. Aunque lleva ya un tiempo vendiéndose, pero, la verdad, lo de traer una muestra, yo no sé si es buena idea…
- ¿Un producto?. Se me ocurrió al instante la idea de que no iba a poder dejar de formular preguntas.
En ese momento observé que llegaban hacia nosotros dos clientes, y, un paso por delante, el dependiente que les conducía. Al llegar casi a nuestra altura, oí el consejo del vendedor:
- Y lo pueden ustedes probar sin ningún problema, sin ningún compromiso. Ya les digo, hoy mismo nos ha llegado la muestra.- Una sonrisa de oreja a oreja coronaba su amable explicación. –la chica le miraba dudando, el chico parecía mas bien resuelto-Se dijeron algo entre ellos, en susurros. Yo permanecía a la espera.
Al final, con la sonrisa del dependiente en modo de espera frente a ellos, el chico habló:
- Sí, sí, yo lo pruebo. No te preocupes Cris, que yo lo pruebo. –Y, al dependiente-Es que es para su padre, pero quiere probarlo antes, y no se atreve.
- Bien, dijo éste. Muy bien, ya sabe, solo tiene que…dejarse caer…nada más
El chico sonrió al auditorio, (del que a causa de una mirada, ¿en busca de aprobación?, que me lanzó, me sentí incluido), y sin mediar palabra, saltó, perdiéndose en el vacío del subsuelo, sin dejar rastro de sí tras él.
Un silencio absoluto se apoderó de la estancia. Mi perplejidad no tenía ya límites. Aturdido, a punto de caer al suelo en estado de choque, me recompuse sin embargo lo suficiente para lanzar un desgarrador:
- Pero….¿Dónde…..está?.....
Me aproximé al borde del hueco, para buscar con la mirada un posible indicio de la presencia del joven que acababa de desaparecer antes mis ojos. Una oscuridad densa, implacable, fue todo lo que obtuve por respuesta
A mi horrorizada pregunta siguió mas silencio. El vendedor sonrió a su compañera, y se dirigió a mí, con aire de salvador
- Ah…ya veo... usted tampoco conocía el producto.
Su aire de suficiencia fue un aldabonazo a mi conciencia. Me rehice y luché por mi verdad, entrando en su campo de juego:
- Pues no, la verdad, no lo conocía, si tuviera usted la amabilidad de enseñármelo…-Era mas pánico que curiosidad lo que sentía cuando le seguí hasta la estantería. Me señaló dos tipos de cajas rojas, alargadas y mas bien planas, como del tamaño de una que pudiera contener una raqueta de tenis, del doble de altura la otra. Sujetando una caja pequeña me aleccionó:
- Sí, los agujeros los hay de dos tamaños: de un metro veinte y de dos metros de diámetro. Viene todo perfectamente especificado en las instrucciones. En realidad es muy fácil su manejo, solo hay que desplegarlo en el suelo, eso sí el suelo debe estar completamente liso y limpio y esperar a que se pegue. Una vez que se pega se puede usar durante veinticuatro horas, las veces que se quiera.
Cogí la caja. THE NEW BLACK HOLE, en letras negras, ocupaba la cara grande del envase, la única impresa. Abajo, en pequeño, Made In China. Una diminuta ventana de plástico dejaba ver de su interior un manual de pequeño tamaño en papel y un pliegue negro, que podría pasar por una cortinilla o algo parecido.
Aunque me pareció un chiste solo pensarlo, no pude por menos que preguntar cuánto costaba aquel artilugio. El vendedor sonrió, y, como ensayando una estudiada expresión de complicidad, me informó:
- 40 euros el pequeño y 55 el grande. Lleva un 10% de descuento ya incluido.
El hombre me estudió detenidamente, con cierta expresión de extrañeza en su mirada.
- Es curioso, no ha hecho usted la pregunta que hacen todos.- Se quedó callado, esperando posiblemente mi respuesta natural, pero mi silencio hizo el mismo efecto- No ha preguntado usted dónde van los que caen en el agujero.
Tenía razón. El propio desvarío de lo que me estaba pasando empezaba a nublarme el juicio. Se lo pregunté sin palabras, implorándole piedad- El esperaba. Finalmente habló:
- No se asuste usted. Parece asustado, no se asuste. Yo comprendo que para alguien que aún no conoce el producto…le pueda parecer todo de lo más extraño. Bueno, extraño es, desde luego. El problema con esto es que funciona solo el boca a boca. Con productos como este no se pueden hacer campañas de publicidad., digamos, normales, usted comprenderá.- Miró alrededor, como si alguien pudiera oírle, indebidamente. Pareció que se iba un poco del asunto, le insistí:
- Ya, pero…¿dónde van los que caen?
El me miró:
- Bueno, no se sabe. Es decir, no lo recuerdan cuando vuelven.
Todo empezaba a parecerme con cierta lógica dentro del absurdo. Concluí:
- Vale. Y ¿Por dónde aparecen?
El vendedor, al que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda, pareció recobrar la compostura. Era la pregunta que enderezaba todo de nuevo, era la pregunta que todos los compradores le hacían.
- En fin, todo eso no se lo puedo decir. No debo decírselo. Forma parte del juego. Como amigo, podría, como vendedor, no. Llévese uno, y pruébelo en su casa.
Quería dar por terminado el asunto. Además el tiempo se me echaba encima. Cogí un paquete de los agujeros más pequeños y, con un asentimiento como única señal, hice que me acompañara hasta el puesto de cobro, donde lo aboné en metálico.
El resto de la jornada hasta poder probar el dichoso agujero transcurrió como un intervalo nimio, un pasatiempo lento y pesadamente normal, a pesar de que en la comida se trataba un asunto importante, relacionado con mi futuro profesional.
Por fin, a eso de las cinco llegué a casa. Ni siquiera me quité los zapatos. Nerviosamente abrí la caja y separé cuidadosamente los dos únicos elementos que contenía: una tela negra plegada, que al abrirse cuadruplicaba su tamaño por efecto de la torsión que se obtenía gracias al borde metálico que la circundaba, y el manual que ya había visto, y que me senté detenidamente a leer.
Tras diez minutos de lectura pensé que estaba preparado. La lectura del folleto me había convencido. Coloqué con cuidado el liviano objeto en el medio del salón, y, sin pensarlo más, salté.

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