Una vez en Atocha, Julián se fue directo a una tienda de ropa en la misma estación, en la parte de abajo, una de esas con un nombre como Fashion algo, Top algo, ó Model algo (tal vez se llamara Fashion Top Model, o tal vez Model Fashion Top, quién sabe ), donde compró la ropa que cambiaría por la sotana que llevaba puesta: unos pantalones grises de aire setentero, de un tipo de tela indefinido, que marcaba diminutos canalillos en el tejido y que le daba un empaque de prenda duradera, pero que con casi total seguridad le quedarían grandes( no se probó nada de lo que compró), una camisa de franela de cuadros verdes y azules de leñador que parecía de segunda mano, con una etiqueta que alguien había dispuesto colocar allí, pero en ningún caso el fabricante, ya que colgaba penosamente de una trabilla de la cintura con una goma común de esas que venden en los estancos, y un jersey de cuello de pico azul marino, mas bien grueso, confeccionado como pensando en largas caminatas campestres, para un monitor de boy scouts o algo así, ya que el diseño del escudo en la parte izquierda del pecho y la textura de la tela hacía pensar, lejana pero firmemente, en agrupaciones de montaña entonando canciones nocturnas a la luz de una hoguera comunal.
La chica que le atendió, doblemente extrañada por el hecho de que un cura visitara su tienda, vestido de cura además, y de que en realidad no pareciera serlo, por mucho que fuera vestido así, pensaba también que el jersey no combinaba ni con la camisa ni con el pantalón, aunque tampoco estos últimos entre ellos, aunque no se lo dijo. Era amable, grácil, y con ese aire atractivo que tiene toda persona que se siente satisfecha consigo misma o muy segura de sí, una joven muchacha italiana a la que le costaba pronunciar la erre, y que la arrastraba de tal modo encantador (de hecho la convertía en una o gutural y dulce) que dabas ganas de quedarse allí a escucharla decir: proooobadorooooo, prooorobadoroooo todo el rato, cosa que Julián no solo no hizo sino que ni siquiera pensó hacer, ya que, en su mente, toda imperfección perdía, por el hecho mismo de serlo, toda posibilidad de tener algún efecto agradable.
En lugar de eso pagó puntualmente, salió del comercio y se dirigió a los siempre concurridos baños de la estación (que él ya conocía de antes por otras causas, secretas para todos), para cambiarse. Ya vestido de seglar salió a la superficie, en busca de un contenedor donde arrojar la bolsa de la tienda, con la sotana dentro, y el libro de Blas de Otero, que había dejado de tener importancia para él.
Regresó a la estación. La parsimonia y solidez de sus movimientos indicaba que seguía los dictados de una resolución interior bien definida, irrevocable. Había cambiado de idea sobre ese tren que solo unas horas antes había pensado coger. Basta de huidas, se había dicho, basta de trenes que no llegaban nunca a ninguna parte. El único que merecía la pena coger tenía nombre de mujer: Sonia.
No era el momento ahora de ponerse a pensar cuando y cómo se las iba a ingeniar para poder verla, pero tenía claro que era lo único que le interesaba. Después ya se vería.
Se sentó en la mesa de una cafetería y tardó casi una hora en redactar la carta donde iba a explicar (aún no sabía a quién), los motivos de todo lo ocurrido. Al terminar se acordó de un amigo de Carmelo, de quien solía hablarle a menudo; un antiguo compañero de Seminario, que seguía allí en labores más bien burocráticas. No le costó recordar su nombre: era el mismo de su primer padrastro, Javier Collada.
Desde el primer teléfono público que encontró llamó al seminario y preguntó por Javier. Le constaba que le conocía, que Carmelo le había hablado de él. Le dijeron que había salido, pero que volvería a eso de las ocho. Cuando colgó supo que no podía esperar más.
Cerca de la plaza de Atocha entró en un estanco y compró material de papelería, unos sellos, un bolígrafo (con el que había escrito la carta se lo había prestado la camarera de la cafetería), y, sin más por hacer en la calle, buscó una habitación en un hostal de la zona.
Una vez en ella (en el primer lugar donde lo intentó, una entera primera planta frente al Reina Sofía), metió los dos folios de la confesión en un sobre tamaño cuartilla, lo cerró, le plantó tantos sellos como para poder recibirse en cualquier país de la Unión Europea, y añadió a la dirección que se sabía de memoria la anotación “Para Javier Collado”. No puso remite.
Luego bajó a cenar al sitio más cercano, una cervecería de ambiente juvenil, donde liquidó en menos de un cuarto de hora un endeble plato combinado (dos huevos fritos diminutos, dos salchichas posiblemente recalentadas, ensalada), pagó dejando una escuálida propina y, fumándose un cigarro, el primero desde el crimen, regresó al hostal.
Debes saber que he pasado la tarde en el ayuntamiento. Tengo permiso para ponerte un monumento en tu calle a suscripción popular. Que grande esta última entrada. Que bien has entrado al trapo, algo, por otro que no habia contemplado, y que bien has hecho un giro y me la has devuelto. ¿y ahora yo que hago? Me va a costar un poco, pero algo haremos. Grande.
ResponderEliminarSeguro que sí. La verdad es que ese bumerán fue improvisado, no estaba previsto. Ahora necesitamos un/una Sonia...
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