Hasta que las campanas de pega de la parroquia no anunciaron las doce del mediodía no salió de su estado de estupor. Había pasado solo una hora desde el crimen, pero parecía haber olvidado el cadáver que se encontraba apenas a veinte metros de allí, en la cercana habitación. El cuerpo de quién había sido no solo su alma gemela, sino la persona que le había salvado literalmente la vida, nueve años atrás.
Salió renqueando del confesionario, con la sotana demasiado pequeña apretándole el pecho, sin asegurarse siquiera si algún feligrés podría verle.
Se deslizó sigilosamente en dirección a la habitación de vestir, y una vez allí cerró la puerta tras de sí. Observó quedamente el cuerpo de su amigo, en su extraña posición de caída, como si alguien adrede lo hubiera colocado así. Pensó si sería mejor volver a vestirle, pero lo descartó inmediatamente. Tenía el rostro de lado, ligeramente hacia abajo, con el pómulo derecho tocando el suelo, de modo que no podía verlo desde donde estaba. Tendría que agacharse, pero permaneció de pie, impasible. El rostro semioculto y la desnudez del cuerpo le impidieron sentir piedad o algo parecido. Vestido solamente con los calcetines y los calzoncillos no se trataba de su amigo sacerdote muerto, sino de una figura algo irreal, que por su posición parecía querer ir a dar un paso adelante de un momento a otro, como la chica del anuncio de la televisión que dormida parece caminar, saltar y volar tendida sobre su cama. Debería, pero no se paró a pensar porqué desde que se había enamorado de Sonia, Carmelo se le fue haciendo irreconocible. Y ahora, alguien que le planteaba un problema de difícil solución.
Abrió los dos primeros cajones de la cómoda, sin propósito real, como obedeciendo una voz interior apenas audible, o tal vez imitando sin querer escenas de viejas películas de cine negro. No halló nada en ellos que le hiciera no cerrarlos. Echó un vistazo más al cuarto donde tantas veces había estado con Carmelo. Tardes enteras, esperando o hablando con su casi único anclaje con el mundo.
Era también el sitio donde había conocido a Sonia, hacía casi tres semanas. Era sábado por la tarde y ella golpeó levemente la puerta, susurrando "…Carmelo", "Carmelo…". No había dicho Padre Carmelo, o Padre, simplemente Carmelo. Al principio pensó que se trataba de un familiar, pero cuando observó la sonrisa en la mirada y en los labios supo que la persona que le estaba llamando era algo más que eso, en cierta forma. Por lo que le había contado de su familia, le extrañaba que una visita de cualquiera de ellos le despertara una reacción así. Le había hablado de sus padres, Claudio y Berta. A su hermano Rafael, su cuñada Nuria, y sus sobrinos, Bruno y Emma, les conocía de las veces que le visitaban, en Navidades.
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