Desde un ángulo del oblongo ventanuco que comunicaba la sacristía con la Avenida de la Albufera Julián advirtió que la cadencia de los autobuses de la EMT era mayor de lo que creía.
Antes de abandonar para siempre a su antiguo amigo se llevó de una pila de libros y revistas que había en una silla lo que le había regalado a Carmelo en su último cumpleaños: una antología de poemas de Blas de Otero. En la primera página Julián había escrito: Felicidades, espero que cuando leas el poema 14 me regales tú un paseo po el Retiro.
Sabía que era un error, pero aún así se lo metió en el bolsillo de la sotana. Quizá esperaba aún ese paseo, de una forma u otra.
Atravesó la iglesia por el lateral contrario a la dirección por la que iban entrando los fieles y, una vez en la calle, el golpe de luz le hizo mirar hacia abajo.
Cuando llegó a la marquesina había tres personas esperando, pero no creyó reconocer a nadie en ellas. La señora mayor que por su expresión parecía que era quien llevaba mas tiempo esperando le miró un instante, o eso le pareció, porque al momento dijo: Ya viene el 102.
En él llegó hasta la estación de Atocha, desde donde pensaba poder coger un tren esa misma tarde.
No había tenido tiempo apenas en pensar en lo que había hecho, aunque seguía pensando que Carmelo se lo había buscado. Se empeñó en seguir con Sonia, y Sonia solo podía ser suya.
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