El padre Carmelo avanzó unos pasos más antes de desplomarse, con la expresión en el rostro de quién ha visto que su mejor amigo y su asesino eran la misma persona.
A los diez minutos de la puñalada mortal su hábito vestía ya el ancho cuerpo del falso sacerdote, quien, ordenado el cuarto de vestir y escondida el arma en una hornacina, esperaba impaciente en el confesionario la llegada de la mujer.
Sonia se arrodilló en la desgastada tela del reclinatorio, y le habló a la silueta en la penumbra:
- Padre… Buenos Días Padre. Perdóneme, me ha vuelto a pasar. He tenido otro momento de debilidad…un hombre.
Llevaba más o menos un mes sin confesarse. Se sentía confusa, pero su voz no sonó trémula.
- Dime, hija mía, cómo ha ocurrido, El Señor sabrá escucharte-.
Impostó la voz cuanto pudo, pero supo que no podría engañarla.
- ¿Padre Carmelo?.
La voz tan familiar, la cálida voz del Padre Carmelo no era la que le había contestado desde el fondo del habitáculo. La extrañeza le paralizó, y aún así se dispuso a levantarse, al sentirte atrapada.
- No te asustes, hija. EL padre Carmelo está indispuesto. Yo te tomaré confesión. El Señor te escucha, adelante.
- Pero…No, no, ya vendré otro día. Disculpe Padre, Gracias, vendré otro día.
- Como quieras, hija. Lo comprendo. Ven cuando quieras. Estamos contigo, hayas hecho lo que hayas hecho. El Señor no te dejará de su mano.
La vio irse, con su abrigo azul y su andar de otro mundo. Se fijó en el pelo, el mismo del que se había enamorado hasta la locura. No le había reconocido. Para ella tal vez fue un romance más, para él el único. Le había mentido. Le dijo que no se lo contaría a nadie.
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